FEDERICO GRANELL, AL CONTRALUZ
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
El pintor Federico Granell suele reunir cada tanto tiempo en unos libros gruesos y compactos viñetas, apuntes rápidos, instantáneas pintadas que atestiguan de ciertos momentos vividos o imaginados en los que, por la razón que fuera, refulgía la vida en plenitud. De hecho, el último de los tres volúmenes que ha publicado hasta ahora se titula Los mejores momentos. Y luego están sus pinturas, que suelen tener otra gravedad. En esta última serie titulada muy explícitamente En tránsito, un viajero, que puede ser cualquiera y que puede muy bien sentirse representado por el propio pintor, parece estar a la espera de que el viaje comience, y con él una nueva ocasión para que esa plenitud sea de nuevo rescatada, en otro lugar, lejos, mundo adelante.
Las pinturas están teñidas de una pasión contenida, gris, inmersa en unos espacios anónimos, como los de las zonas que parecen únicamente justificadas por ser lugares de paso. Esto hace que los acompañe la melancolía. Instantes en tránsito entre los dos cabos de la partida y la llegada, momentos vacíos frente a los inmensos ventanales de los aeropuertos, siluetas recortadas al contraluz de las pistas cegadoras.
En uno de sus últimos libros, tan breve y seco como los otros, el filósofo germano-coreano Byung-Chul Han habla exactamente del “el olvido de las cosas en el arte”. El libro se titula No-cosas y, sí, es también, como los otros, insidiosamente agudo. El crítico e incómodo pensador se detiene a examinar las consecuencias que para el arte ha tenido la suplantación de esa relación entre cuerpos y cosas que invita a la percepción de los sentidos, por otra que se produce estrictamente entre significados, entre datos que circulan como informaciones. Sin embargo, la obra de arte —dice Han— “no es un mero portador de ideas”. “Una obra de arte significa más que todos los significados que puedan extraerse de ella”.
La inflación conceptual de los mensajes políticos y sociológicos ha logrado al fin hacer de nuestros museos y centros de arte algo parecido a sitios que no parecen hechos para el gozo y el estremecimiento de la sensibilidad, sino únicamente para fabricar y transmitir unas informaciones por cierto absolutamente consabidas y predecibles. En un sentido general, diríamos con nuestro filósofo que este mundo virtual y digitalizado “se vacía de cosas y se llena de una información tan inquietante como las voces sin cuerpo”. Como esos espacios, diríamos, y esos instantes a la espera y con el deseo de la experiencia de la plenitud que aparecen en las excelentes pinturas grises de Federico Granell.
En realidad, la reflexión sobre este tipo de negaciones de la experiencia tiene unos años. A comienzos de los años noventa, el antropólogo francés Marc Augé publicó un libro que se hizo célebre dedicado a los ”no-lugares”, una expresión que enseguida comenzó a ser aplicada en muchos ámbitos sin necesidad de haber leído el libro. La fórmula era capaz de describir la condición común a aquellos espacios —aeropuertos, salas de espera, zonas compartidas de los centros comerciales y, en general, todas las modalidades contemporáneas de la extensión únicamente dispuestas para el tránsito, la falta de fijeza, de memoria y de identidad—. En ellos se escucha el remoto zumbido de la electricidad insomne o se palpan las pulidas superficies de las señales luminosas. Inmensos espacios con consistencia de acero o de cristal. Brillantes pavimentos pulidos como lagos. Las retículas geométricas de los ventanales.
Curiosamente, esta melancolía asordinada y anónima de los “no-lugares” ha prendido en la obra de no pocos pintores contemporáneos que parecen resistir así —con la pintura, el arte más carnal y físico que existe— a la reducción del arte a los significados morales o sociales o políticos. Los despegues de los aviones en el crepúsculo, su abandono o su vacía presencia en el hangar, han sido asunto frecuente en las pinturas de Dis Berlín, de Juan Cuellar; los moteles y las habitaciones de una noche, en las de Gonzalo Sicre; las salas de espera, con su mobiliario modular y seriado, la luz cenital de los fluorescentes, en las de Teresa Moro…
En esta última colección de pinturas de Federico Granell, la pasión contenida que espera recobrar la plenitud del cuerpo y los sentidos aguarda en la sombra mientras contempla la luminosidad reverberante del exterior. Espera que, ahí afuera, más allá de las montañas, de las nubes, al otro lado del sol, un paisaje remoto nos vuelva a envolver en lux, calme et volupté, como en los instantes que el viajero quiso pintar con urgencia en su libreta de apuntes.
Natalia Alonso Arduengo
El origen del proyecto de Federico Granell para la Galería Utopía Parkway es una serie de imágenes rescatadas de un álbum familiar en el que Giulio, nacido en 1936, y su hermano Luciano, nacido un año después, son los protagonistas y el eje central de la historia.
El punto de partida de este relato imaginario es un objeto encontrado, descontextualizado y cuyo significado originario se ha perdido: un álbum de fotografías familiar localizado en un anticuario de la ciudad de Roma. El proceso creativo sigue los mismos pasos que el primer proyecto de La vida imaginada, exhibido en una galería asturiana y otra francesa y que, emplazado en la Alemania del año 1936, estaba protagonizado por un niño llamado Hans. En él se retrataba la historia de una familia burguesa en diferentes situaciones cotidianas a partir de las cuales no se adivinaba el complicado momento histórico que atravesaba el país: período de entreguerras, clima prebélico, Hitler y el Tercer Reich, nacionalsocialismo, antisemitismo y los Juegos Olímpicos de Berlín filmados por Leni Riefenstahl. Ahora el contexto, aportado por las indicaciones del álbum, es la Roma que abarcó los años de 1936 a 1944: Mussolini, la Segunda Guerra mundial, la firma del pacto del Eje Roma-Berlín, la ocupación nazi de la ciudad y el movimiento del neorrealismo italiano. Al igual que en el álbum alemán, en el romano los huecos dejados por las fotografías ausentes son sustituidos por dibujos a tinta que constituyen la puesta en escena de una biografía imaginada, de una vida de ficción con arraigo en una realidad interpretada a partir de las escasa pautas que proporciona el objeto encontrado: nombres, fechas, localizaciones de los espacios de la ciudad de Roma en las que se realizaron las fotografías y que son reconocibles gracias a edificios, jardines y otros elementos… Además de la capital italiana, Federico Granell hace viajar a Giulio & Luciano por Venecia, Florencia, Pisa, Pompeya, Paestum, Nápoles…
Se trata de un trabajo que reflexiona sobre la memoria. En él los retazos del pasado emergen en el presente y se convierten en objeto de rescate con la idea de protegerlos de la erosión del tiempo. El objetivo es reflexionar sobre la irreversibilidad del olvido y la necesidad de conservar los pequeños detalles de la memoria individual como parte de la memoria colectiva contribuyendo al fluir histórico.
Otros guiones posibles
Ángel Antonio Rodríguez
Hablaba hace tres años mi buen amigo Juan Manuel Bonet de la pintura que aún es capaz de fijar su mirada sobre el barrio, la casa de ayer y de hoy, la poesía o la nostalgia. «Pintura ya honda, esencial, luz en la sombra», escribía. «Dibujo nervioso deshaciéndose en el aire, aproximaciones a la tierra natal, casas solitarias, aldeas, pueblos…unas farolas en lo oscuro… ». Sirva la pasión de sus hermosas palabras, que plasmó en el catálogo de una exposición del asturiano Miguel Galano en Utopia Parkway, para mi presentación en esta galería de otro asturiano más joven pero igualmente intenso, Federico González Granell (Cangas del Narcea, Asturias, 1974), que ahora inaugura en la sala madrileña. Su obra respira la misma esencia que definían aquellos prosa-versos bonetianos. No tanto por su similitud formal con Galano, sino por su paralelismo ético, porque Granell hace mucho que ha sabido patentar su capacidad para revisar y meditar desde el pasado, reinterpretándolo con ópticas contemporáneas a través de la pintura (y a veces, incluso, con esculturas o fotografías) para reflexionar sobre la representación del silencio, la metafísica inherente a nuestros pasos solitarios, lo cotidiano, experimentando siempre y logrando que la imagen se acomode al ojo, de manera lenta y pausada.
El espíritu de Granell emerge en estas delicadísimas pinturas como el maestro de ceremonias de un tiempo detenido, plasmado en ese personaje situado de espaldas al espectador como un autorretrato breve o, quizás, un chamán que escudriña el aire tras el objetivo invisible de composiciones tan hermosas como esa pequeña tabla dedicada a San Juan de Nieva, en el pequeño puerto de la Ría de Avilés, cuyo faro se nos anticipa de norte a sur levitando sobre un fondo inquietante, de chimeneas vaporosas, extrayendo belleza entre las grises penumbras anunciadas por sus fabriles fondos. Esta pequeña pieza, de foco circular, es una de las últimas que Granell ha realizado para susegunda exposición en Madrid, y también un hermoso resumen de su febril empeño creativo. La austeridad, la perspectiva, el correcto dibujo, la templanza expresiva, el espacio sublime y el ritmo de las horas. Ciudades, desamparos y vivencias donde el pintor evoluciona con absoluta coherencia, en un viaje que le viene ocupando activamente desde aquellos personajes solitarios de secuencias casi cinematográficas que ocuparon sus primeras exposiciones gijonesas, en la primera década del siglo XXI, para alcanzar después la experiencia del propio cuerpo en distintos soportes y huir en todo momento de cualquier anécdota fácil. Para generar, en fin, atmósferas un sugerente compendio básicamente plásticas, sin detenerse en ninguna estación, en su firme camino hacia la madurez.
Hay que agradecer a Lola Crespo que mantenga ese ojo avizor hacia las nuevas miradas pictóricas, como la de Granell, cuyas pinturas excitan las retinas entre la huella y el paseo por localidades cercanas, paseando por Asturias de oriente hacia occidente, pisando arrabales desde Llanes a Ortiguera, de las faldas del Sueve hacia Villaviciosa, caminando en versión de ida y vuelta hacia el Cantábrico, o de Trubia a Salinas, o colándose en San Claudio clandestinamente para admirar las viejas lozas, imágenes que llevará consigo tras el regreso a casa. En el taller, este pintor viajero plantea guiones con nuevos fotogramas pintados, analepsis que alteran la secuencia cronológica de las cosas para evadirse a través de sus juegos formales, momentos inquietantes, pinturas narrativas pero abiertas a la imaginación de otros guiones posibles; de los nuestros. Pasiones, memorias de la infancia, siluetas sobre un espacio pictórico que activa el relato variando sus claves y componiendo una obra repleta de oficio, singular y no episódica, que merece la pena defender y es ciertamente grato contemplar.
Luz fría y mineral
Tomás Paredes
La Vanguardia, 1 julio,2012
A cielo abierto es el título de esta primera exposición de Federico Granell (Cangas de Narcea, 1974) en Utopia Parkway hasta el 20 de julio. Hay referencias de un viaje a Capadocia, de esa luz fría y mineral, y una tierra seca, del gran lago salado, que parece un desierto blanco, cruzado por algún solitario; de espacios a cielo abierto con una caseta, una mina o una esperanza. Óleos sobre lienzo, en semitonos apastelados, para transmitir un sentimiento de soledad, suave, nebuloso, abarcador. Utopia Parkway está entregada a la pintura, sosegada, limpia, misteriosa, con sabores varios en los que domina la calidad y la magia. Y un cierto aire de renovación. A una nómina de excelentes pintores se une ahora, con su impronta norteña, grisácea, este joven pintor asturiano, que reclama atención, con voz propia, cada día más afinada.
Jose Rodríguez-Vigil Reguera
Ankara era ya una mancha borrosa en la distancia. El autocar, ruidoso caballo de acero cromado, surcaba la carretera bajo los primeros rayos matinales de un sol que se prometía implacable. Aún sacudiéndose el sueño, los viajeros contemplaron el horizonte de la estepa tapizada por campos de cereal, como un manto uniforme solo a veces interrumpido por aldeas y viejos caravansares. Crisol de linajes, lenguas y creencias, Anatolia se mostraba ante ellos en plenitud a medida que entraban en su corazón. Un sentimiento de extrañeza les invadió progresivamente, sabiéndose forasteros en una tierra recóndita y pura […]
[…] Tuz Gölu. Poco antes del mediodía los viajeros llegaron al gran lago salado. Las aguas teñidas de blanco se extendían sin límite, perdiéndose en perspectivas inalcanzables. Como un enorme espejo velado, tendido entre el cielo y el suelo, el lago impresionó a algunos, fascinó a otros y provocó inesperados minutos de silencio y contemplación. Por parejas, en hilera, a veces de uno en uno, los turistas recorrieron sus orillas, subiendo, bajando, trepando, tropezando, gateando, abrumados por la repentina fuerza de un paisaje inerte […]
[…] Finalmente, los viajeros alcanzaron Capadocia. Los caminos polvorientos les llevaron por cavernas recónditas, ciudades arruinadas detenidas en el tiempo, rocas afiladas, paisajes de ensueño y pesadilla, misteriosos pueblos de nombre impronunciable. Allí, a cielo abierto, bañados por la luz violácea del atardecer, muchos vislumbraron por un momento la infinitud de los siglos, el peso de la historia, y comprendieron finalmente, entre tantos vestigios arcaicos, la grandeza del mundo y la angustiosa pequeñez de sus propias vidas. Revelación inesperada: la tierra eterna, el hombre pasajero. Esa noche, cobijados en un modesto hotel en medio de la nada, algunos de ellos no pudieron conciliar el sueño.