Adamo Dimitriadis

ADAMO DIMITRIADIS:
EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ

Por Javier Díaz-Guardiola*

Recuerdo perfectamente esta apreciación del artista José Antonio Hernández-Díez (Venezuela, 1964), que me hizo cuando le entrevisté con motivo de su muestra en 2016 en el MACBA de Barcelona (1): Cada sociedad imagina el futuro desde su propio presente. Y por eso, esa idea de futuro atiende a realidades cercanas y no se diferencia tanto del momento en el que se imagina, aunque la apariencia pueda hacer pensar lo contrario. Y no le falta razón.

Me paro ahora a recordar cómo nos imaginábamos el nuevo siglo desde mi infancia en los ochenta, y aunque películas como “Regreso al futuro II” de Robert Zemeckis nos situara en sociedades de coches y monopatines voladores, seguía siendo necesaria la conexión por cables de las máquinas y los outfits de los protagonistas desparramaban las lentejuelas, irisados y las hombreras propias de la moda de esa década. Retrocedemos un poco más atrás, a los 70 y el arranque de la saga de “La guerra de las Galaxias”, y da casi vergüenza ajena suponer que alguien sería capaz de dominar el universo con una nave cuyo cuadro de mandos estaba llena de luminosos botones de colores y en cuya pantalla, del tamaño de una tablet actual, se reproducían imágenes de una calidad inferior a 20 kilobytes, más parecidas a las que nos arrojaba un “videojuego” mítico como el del frontón, con su rayita muro y su pelotita desplazándose a velocidad de caracol en un fondo neutro.

Me retrotraigo más atrás y les menciono a “Los supersónicos” (“The Jetsons”, en el original), de William Hanna y Joseph Barbera, finales de los 60, que pese a vivir en un mundo que atravesaba la barrera del sonido, no podían ser más rockabillies, como sus paisanos “Los Picapiedra”, aunque temporalmente les separaran más de 5.000 años, año arriba, año abajo… Y les pongo a prueba: ¿Cómo imagina el futuro, no tan lejano, una distopía como “El cuento de la criada”, tanto en la versión novelística de Margaret Atwood como en la televisiva de Bruce Miller? Pues capada en libertades, con el fascismo campando a sus anchas, la seguridad como valor fundamental (en base al cual el ciudadano renuncia a derechos conquistados) y privada de dispositivos para la comunicación, como internet o los teléfonos móviles. ¿Les suena de algo todo esto? Nuestra idea de futuro es líquida, fluida hasta en sus géneros; se nos escapa entre los dedos, que no conviene contradecir a Zigmunt Bauman.

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Se podría pensar que el trabajo pictórico de Adamo Dimitraidis (Madrid, 1967) opera en sentido contrario. Que él nos habla del futuro desde el pasado, un pasado no muy lejano que se imaginó el futuro como utopía. Y que en realidad es ahora nuestro presente. Juega pues con las cartas marcadas, sabiendo lo que estaba por venir, pero invitándonos con ello a predecir lo que está por llegar. De esos barros, estos lodos. O como se diría ahora: la máquina del fango a pleno rendimiento.

El título de su nueva comparecencia en la galería madrileña Utopia Parkway (la cuarta ya) no deja lugar a dudas ni desde su título: “Horizonte artificial”. La del horizonte es esa línea a la que miramos buscando el progreso, lo que está por venir. Un escenario que nos ofrezca un bienestar superior del que disfrutamos desde el punto desde el que se alza la vista. El problema es ese adjetivo: “artificial”. Que algo sea por naturaleza falso, no natural, poco saludable, no invita demasiado al disfrute, el optimismo o el deleite.

Digamoslo ya: como narrador, a Dimitriadis le ha interesado siempre el de progreso como concepto pero con sus luces y sus sombras. El hombre occidental ha asentado su idea del mismo sobre el pensamiento científico desde el periodo de la Ilustración, pero, para nuestro creador, Ciencia y Moral son dos términos indisociables. “Me gusta mirar el progreso desde la lupa de la ética”, repite una y otra vez, y tiene como lema de su “statement” en su propia página web (2). Si su objetivo se dirige fundamentalmente a la sociedad del pasado siglo es porque justo allí se cimentaron las bases de un sistema de perspectivas hoy truncadas donde los avances científicos se transformaban en herramientas o palancas de cambio y mejora… Que también podían implementarse para el mal. Desde el ADN a la onda de radio, la navegación aérea o la nanotecnología, todo ello contempla un envés que puede deparar consecuencias catastróficas.

Fijémonos si no en una de las piezas centrales de esta muestra, ‘Perisphere’, inspirada en uno de los iconos de la Exposición Universal de 1939, que tuvo lugar en Nueva York. Su lema fue “Construyendo el mundo del futuro”, y se desarrolló justo después de la Gran Depresión americana, apostando pues por el progreso científico como una de las salidas a esa crisis social y económica. En el interior de este edificio esférico (que luego se ha repetido en otras exposiciones universales: no hay más que recordar cuál fue el emblema de la Expo de Sevilla 92) se desplegaba un gran diorama, una maqueta inmensa desde la que explicar los avances de esa sociedad por venir, que iba rotando y girando sobre sí mismo y que el espectador presenciaba desde cierta altura. Una vez más, el hombre divinidad que lo domina todo desde lo alto. Ahora bien, el mundo que llegaba poco después no era nada halagüeño: Una segunda guerra mundial, un holocausto, dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, el inicio de una Guerra Fría entre dos bloques enfrentados amenazándose constantemente con la amenaza nuclear… No es de extrañar que nuestro protagonista opte por incendiar en su lienzo ese “falso sueño americano” en forma de edificio antes de que se produzca. Cualquiera de nosotros lo habría hecho.

Dimitriadis no hace sino regresar al nudo gordiano, a la madre del cordero, a ese momento en el que todo comenzó a torcerse. De ahí su interés por esas décadas del siglo XX en las que, mientras se cernía sobre el hombre contemporáneo el peor de los males, el cine, la fotografía y la publicidad se encargaban de maquillarlos y fomentaban el consumismo y los aires de fiesta como parches y bocanadas de bienestar para no mirar al otro lado. Elvis está moviendo la cadera, nada malo puede pasar. Las pin-up también se contonean. El hombre llega a la Luna. Somos los amos del universo… En realidad, se iniciaban siete décadas que nos llevarían a una era atómica y una amenaza nuclear que no es que no haya acabado: es que encima han entrado en el tablero de juego otros contendientes, China, Corea, Irán, a cual más loco que el anterior. Con dos líderes en Rusia y EE.UU., Putin y posiblemente un Donald Trump en una segunda vuelta, que ondean la bandera del populismo y no se caracterizan por su templanza o sentido común. Le leemos la cartilla a Francis Fukuyama, pues parece que la Historia más que acabarse, no deja de hacérsenos bola.

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Así, la imaginería de ilustración de los años 50 y 60 se despliega en los cuadros de Dimitriadis justo por ser esta una época que, en plena Guerra Fría se esforzaba por mostrar un mundo perfecto que en realidad tendía más a la utopía o al totalitarismo. No en vano, en gramática se denomina “futuro imperfecto” a aquel inalcanzable del que no sabemos realmente si cumplirá su promesa: “Lo haré”, “Te amaré”, “Lo conseguirás”… Por el contrario, es perfecto aquel compuesto que solo alcanza su objetivo cuando ya es pasado en lo por venir: “Lo habrás logrado cuando nos extingamos como especie”. Conseguido lo segundo, se hace efectivo lo primero. Hasta la lengua es tozuda. Y desde esa imaginería, Dimitriadis aborda la espiral autodestructiva en la que lleva inmersa la sociedad desde hace décadas.

Y cuando la Ciencia esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Uno de los lienzos de la exposición es un homenaje a Wernher von Braun, ingeniero mecánico aeroespacial nacido alemán pero nacionalizado estadounidense en 1955 para poder trabajar en la NASA. Está considerado como uno de los más importantes diseñadores de aeronaves del siglo XX, siendo el jefe de diseño del cohete V2 y del Saturno V que llevó al ser humano a la Luna. Sin embargo, su controversia nace de que para el desarrollo de estos artefactos para la conquista del espacio tuvo que ofrecérselos a sus superiores como armas, cuestión que le supuso muchos problemas morales. De lo micro (el átomo) a lo macro (el universo), la tecnología ha sido aliada misteriosa de lo misterioso. Incluso en Disneyland, como ilustra otra de las pinturas de Dimitriadis, una empresa como Monsanto se encargó de patrocinar una atracción de Tomorrowland: El Hall of Chemistry, una propuesta autoguiada que funcionaba más como exhibición de museo de ciencias, dando a conocer al visitante todo lo que le debía a la química en su vida diaria, que como una actividad tradicional en un parque temático para niños. ¡Ay, los niños! ¡Pequeñas criaturas en las que depositamos las esperanzas de nuestro futuro! Esos niños que ya no quieren ser astronautas (¿se huelen algo?), sino futbolistas. O peor aún: influencers. Por eso son asimismo protagonistas de algunas escenas de nuestro autor, que en su empleo de la figuración se sirve de atrayentes colores eléctricos, como lo hacen los colorantes alimenticios para hacer más atractiva la ingesta, con un estilo pulido que no avecina tormenta. Y entre su personal figuración, algunos fondos más abstractos, más geométricos. ¿La causa? No olvidemos que se ha considerado que las Matemáticas son el idioma del universo. Tan indescifrable como la mente de J. G. Ballard, escritor de ciencia ficción a la que tantas veces ha acudido nuestro pintor y que tan bien analizó los efectos de lo tecnológico sobre el ser humano.

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El riesgo de fuga es inminente. El mundo feliz que vaticinó Aldous Haxley, una realidad desde hace décadas. El planeta da señales de agotamiento pero nosotros seguimos prefiriendo reservar vacaciones de “todo incluido”. “El ser humano no es consciente del estado primitivo en que se encuentra” (3). Incluso, seguimos echando más leña al fuego para que la fiesta no acabe nunca: automatización de tareas, digitalización de la vida diaria, naturalización del uso de las mascarillas, ¡el fotografiarnos con ellas! Aunque la razón fue una pandemia mundial, cuyo inicio, la teoría de la conspiración situaba en un laboratorio chino… ¡La Inteligencia Artificial! ¿Quién les dice que este texto no lo ha escrito una máquina, que yo únicamente no me he tenido que dedicar a rastrear las obsesiones que repite, evolucionando su estilo, desde hace años Adamo Dimitriadis? Porque, están avisados: el futuro no es lo que está por llegar. El futuro ya está aquí. Que se lo pregunten si no a los Radio Futura que lo pregonan desde 1980. El futuro es un pasado que se empeña en no abandonarnos. Busquen, pues, su refugio. Comienza la lluvia (ácida).

(1) “La obsolescencia artística programada también existe”. Entrevista a José Antonio Hernández-Díez. ABC Cultural. 25 de marzo de 2016. Número 1.127.
(2) https://adamodimitriadis.com/pages-about-me.html.
(3) Dimitraidis, Adamo. Texto para la exposición “Ecos de la Era Atómica” (2016), en conversación con la periodista Marta Molina.

*Javier Díaz-Guardiola es periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad es coordinador de la sección de arte, arquitectura y diseño de ABC Cultural, redactor-jefe de ABC de

Es este un horizonte de progreso, en el que ciencia y moralidad convergen hacia un destino incierto. Un universo de perspectivas truncadas, en el que continuamos seducidos por los avances científicos, mientras que un inquietante futuro distópico acecha. Adamo Dimitriadis

En su tercera individual en la galería, Adamo Dimitriadis continua con el discurso distópico de las dos precedentes, casi se podría decir que se trata de una trilogía que arranca en la guerra fría y que llega hasta hoy. Dice Guillermo Solana que los buenos pintores anticipan el futuro y así en los cuadros de Adamo fantásticos y atemporales encontramos ecos de la realidad actual. Pintados con una técnica exquisita y envueltos en un halo poético al que contribuye la belleza de lo representado, el pintor nos cuenta lo más terrible sin el menor atisbo de truculencia, no hay nada desagradable en los trenes que no van a ninguna parte, los proyectiles que surcan los cielos sabe Dios hacia qué objetivo o en las moles de edificios que tampoco sabemos que albergan. Todo es interesante, inquietante y misterioso y todo surge de la contradicción entre ética y progreso eje alrededor del que gira el grueso de la obra de Adamo

Bestiario futurista
Silvia Grijalba

Adamo Dimitriadis nos tiene acostumbrados a mostrarnos elegante felicidad, a su manera. A recuperar ese mundo en tecnicolor, de casas perfectas, mujeres bien peinadas y hombres de barba perfectamente recortada como el yard de su casa de suburbio americano.

Adamo Dimitriadis lo ha vuelto hacer. Si miramos sin detenernos demasiado, vemos casas de ensueño salidas de una tranquila ensoñación de clase media americana y paisajes con ese punto de irrealidad que solo da la naturaleza. Y digo que lo ha vuelto a hacer porque ese universo de cielos azules y coches rojos, de gente con falda de vuelo que Adamo Dimitriadis sabe mezclar con las visiones de Philip K Dick y que ya nos mostró en exposiciones como “Ciudad Terminal” o “Memorias del Futuro” aquí llega al extremo. Es como si los protagonistas de “Please don’t eat the daisys”, después de vivir en la urbanización de “Noches de Cocaina” de Ballard y de veranear en el resort de “Plataforma” de Houllebecq se hicieran vecinos de Openheimer en Los Álamos. 
En “Unpopular Science” se recupera el espíritu de revistas como “Popular Mechanics”. Divulgación pseudocientifica para familias felices convencidas de que El Progreso de la ciencia llevará a un mundo mejor a sus hijos. 

Un Bestiario de ilusión futurista donde casas de cuento tienen chimeneas de CO2, donde las nubes vuelven a ser rosas (una constante de la obra de este artista), hay plantas de energía nuclear con forma de Hello Kitty y los niños juegan con pistolas láser. 

“Unpopular Science” lleva como subtítulo “Ciencia y Moralidad”. Así que este Bestiario futurista estaría más conectado con el Phisiologus de Berna que con la Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Como en la Edad Media, el tiempo post pandémico actual no puede ser más apropiado para abordar un asunto: la moral en la ciencia, ese gran tabú actual. En estos tiempos en los que los adalides de la carrera espacial son multimillonarios que abogan por llevar al extremo la biotecnología y convertirse (nos) en ciborgs y donde la Soft Machine de Burroughs resulta un símil mucho más apropiado que aludir a Huxley o a Orwell. En un tiempo de incertidumbres, miedo y de ilusiones delirantes, este Bestiario futurista resulta imprescindible. 

La ironía está más presente que nunca en estas obras. Adamo no pontifica. Muestra, de forma terroríficamente amable, lo que podría ser, lo que quizá no vemos, lo que puede suceder y lo que quizá ha pasado ya y llamamos futuro. Siempre impecable, con absoluta elegancia, con científicos de traje y corbata y con una sonrisa. Que el Apocalipsis nos pille bien planchados.

New Mexico. Noviembre de 2021 DC (Después del Covid)

CIUDAD TERMINAL
Carlos Hernández Pezzi

Los tiempos del paseante, la ciudad del «flâneur» de Baudelaire, han desaparecido para siempre. Deslumbrados por Walter Benjamin, los urbanistas nos empeñamos en revivirla, pero los artistas la sitúan en otros espacios como los de Giorgio de Chirico, en los que la melancolía no se recorre vagando, sino soñando con visiones cosmológicas y secciones fragmentarias de lo que antes eran espacios urbanos donde se podía pasear por avenidas de una modernidad civilizada, tal vez absorta, pero todavía empeñada en retratarse en el otro. En convivir con semejantes y representaciones de un paisaje reinventado para figuraciones idealizadas. El territorio actual simboliza, ante todo, la herrumbre de la escala del yo, ruina en la que somos fagocitados por un miedo atávico a enfrentarnos a «La expulsión de lo distinto» (Byun-Chul Han 2018), de lo que nos atemoriza, de lo que nos hiere en el ego, de lo que interfiere con aquello que proclaman nuestros autorretratos digitales. De las fantasías del desarrollo y de la poesía solitaria de la urbe, anticipada por los retratos de soledad de Edward Hopper, ya no quedan más que restos silenciosos del esplendor de contrastes de sol y de luz contaminada, que no son sino las enseñas del apocalipsis climático. La esperanza en el átomo ha devenido en la crisis del planeta. La ciudad se vuelve terminal porque su plástica se ha hecho férrea, hierática, espasmódica en fotos fijas. Pocos artistas representan tan fielmente esa dilución de lo urbano en la pesadilla precaria, en la fantasmagoría del sueño racional interrumpido para siempre en el siglo XX. Los «fancines» y el cómic, arrastrados por la imaginería barroca de muchas películas de superhéroes, han sobrealimentado un imaginario titánico y megalómano de ciudades modelo «gotham», como si el porvenir se encontrara en el replicante delirio de «Blade Runner 2049», antes que en el desastre urbano real de la ciudad fantasma de Detroit.

Dimitriadis sabe que estamos en una época terminal y representa su espacio urbano en un desasosegante recorrido por las estancias del Dante, sin renunciar a la evocación de los efímeros paraísos que recrea con afilada precisión, color y textura únicas, como si fueran representaciones singulares de la extraordinaria belleza del diseño digital de una era de progreso periclitada. El escenario ha perdido el romanticismo de la desesperanza. En ella, los edificios se asemejan a silos de vacío, en los que se justifica la vida o su interpretación en el neón que alumbra su decadencia. Suelen ser emblemáticos manifiestos de sitios que «reconocemos» como propios, sin darnos cuenta de que ya han sido arrasados previamente por el terrorismo de lo aéreo, el fuego, o la arena, la sequía y los engañosos cielos de la polución multicolor. No he encontrado unas gamas de color tan inquietantes y perturbadoras como estas, que el autor destina a la configuración de un futuro tan deshumanizado como las vistas del asolamiento de lo aislado. La indigna, rencorosa, «soledad de lo ausente» se aparece al tamiz de la luz del sol, del crepúsculo, de las nubes maltratadas por el aire viciado de nuestras ciudades, enfocando restos de un magma incandescente, como si fueran destellos de lava de un volcán mucho tiempo en erupción.

Chimeneas, tuberías y cohetes dan el contrapunto a «resorts» de ocio imaginarios en el subconsciente colectivo, válvulas de escape del vacío latente, de las reconocibles tiendas de hiper -diseño, de la caducidad de los grandes almacenes, de los rascacielos ya sin otro sentido que enfocar la oxidación de las piezas de ese «kit» robótico en el que nos hemos quedado encorsetados. Extremadamente verosímiles y fieramente bellas en lo estético, las obras de Dimitriadis nos ponen ante el espejo: nos subyugan con la fuerza del abismo. Michel Houllebecq en sus «partículas elementales» está más ahí, en los cuadros de «Ampliación del campo de batalla», que en la «Expiación» de Phillip Roth o su denodado lamento de «Patrimonio» en el que alienta una esperanza mezclada de comunión de extraños emigrantes y exiliados interiores.

La ciudad terminal de Adamo Dimitriadis es la certera expresión del esplendor quebrado de lo ficticio como antinomia de lo «real», el espacio que nos deja indiferentes a las ciudades sin alma y a la pintura sin compromiso. Tal vez dos cosas que nos atrapan, porque no podemos solucionarlas, pero sí sentirlas, tal como el arte puede verlas a costa de desnudarse de subterfugios y filigranas habituales en el mercado de la «plastelina» «blandi-blub». Eso a lo que nos ha acostumbrado el sistema comercial del arte de consumo, del que esta exposición de la obra de Dimitriadis hace un manifiesto crítico colateral a sus propios valores.

Lo asombroso de la reflexión del artista es que se lance a explorar la ciudad en sus iconos más significativos, hasta subvertirlos como si se tratara de un área anegada por un terremoto, en ese espectro de una versión del «titanic» que es a la vez, barco, muelle, edificio y autopista errante por un mar desconocido. O que descubra los símbolos duales de los reflejos de la propaganda, hecha trizas en la memoria de los ciudadanos, para ser devuelta a la cruda vigencia de los mensajes que lanza el poder, nucleares, armamentísticos; de los desastres del calentamiento global, la guerra de redes o los desarrollismos disfrazados que nos van erosionando hasta dejar en precario una civilización ruinosa que se acerca a ver el precipicio de su deshumanizado futuro, sin geografía, sin lugar y sin arquitectura de la comunidad. Cuestiones que nos acercan a las «Expulsiones», que Saskia Sassen (2017) ha identificado como causantes de la miseria de una población, sin identidad y sin fronteras, que puja por hacerse un hueco en la soledad de la hegemonía y la dominación, del odio al «otro» y del miedo a «todo» lo que nos rodea.

Dimitriadis hace gala de un atrevimiento excepcional. Con esta obra, muestra cómo se puede recorrer el túnel del tiempo de la globalización,- ida y vuelta -, denunciar la acelerada experiencia colectiva del suicidio ambiental, y hacerlo con los genuinos instrumentos del arte, los inteligentes encuadres de los objetos, la estilización de los conceptos y la reflexión plástica acerca de las materias del mundo en que vivimos, expresando, – desde la elegancia -, el caos; enseñando – desde el color -, lo negro; cómo se puede transmutar el porvenir, – a veces, gris -, de la situación que vivimos, tan enmascarada por el mercado del arte que la maquilla a menudo.

El futuro ya no es lo que era
Sergio C. Fanjul

Antes de que llegara el año 2000 imaginábamos el futuro de forma diferente: coches voladores que circulaban ingrávidos sobre cristalinas ciudades de césped verde, cúpulas geodésicas plenas de armonía y ciudadanos venideros muy saludables vestidos con impolutos atuendos blancos y complementos metálicos. Los futuros distópicos también existían entonces y ahora predominan por encima de futuros tecnológicos perfectos: megaciudades difícilmente habitables, guerras mundiales, superpoblación, contaminación irrespirable, escasez de agua, etcétera. Los futuristas teóricos de la llamada Singularidad Tecnológica (liderados por el ingeniero de Google Ray Kurzweil) predicen que a mediados de siglo la inteligencia artificial superará a la humana y la humanidad entrará en una nueva fase de la evolución aún inimaginable, saltando del carbono al silicio. Hay quien dice que las máquinas nos dominarán, otros que este punto de ruptura ni siquiera tendrá lugar debido a una desaceleración del ahora exponencial desarrollo tecnológico. Quién sabe.

Ese ‘quién sabe’, esa tendencia a tratar de predecir el futuro, también ese gusto por lo apocalíptico, parece connatural al ser humano. Pero hubo una época en la que, si bien el Apocalipsis nuclear estaba más cerca que nunca, se miró al futuro con cierto colorido optimismo. Es el que retrata el artista Adamo Dimitriadis (Madrid, 1967) en su exposición Memorias del futuro, un vistazo pictórico a un probable futuro que nunca se materializó.

Eran los años 50: tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos entraban en una etapa de bienestar a base de familia feliz, suburbio de chalets con jardín y consumismo exacerbado. Muchos de los desarrollos tecnológicos de la guerra comenzaban a invadir los hogares en forma de electrodomésticos y otras tecnologías (de hecho la guerra tuvo mucho que ver en el comienzo de la electrónica y la informática que ahora llevan las riendas del mundo). La publicidad, audaz, alegre, sexy, multicolor, vendía aquellos avances como venidos del futuro. Fuera de las moquetas y los aspiradores, la Guerra Fría ponía la espada de Damocles sobre el planeta.

Dimitriadis, hijo de un ingeniero griego, se crió en los 70 y 80 entre los Goya y El Bosco del Museo del Prado y la inevitable influencia del capitalismo de seducción y la cultura pop, entre los fusilamientos del 3 de mayo y los ataques del temible Godzilla. Una visita a una muestra de Magritte acabó por determinar su vocación pictórica. Desde 2014 recrea en sus obras aquel espíritu de asombro ante los que eran los nuevos misterios de la ciencia y se deja contaminar por el estilo de las producciones de ciencia ficción de mitad de siglo que, además de fascinación tecnológica, eran un correlato del miedo al enemigo soviético. La amenaza roja se representaba en forma de monstruo terrible o invasión alienígena: el poderoso Otro que se atrincheraba al otro lado de la atmósfera o del Telón de Acero.

En Memorias del futuro observamos 12 óleos que transitan por las coordenadas de un alucinado realismo científico, abandonado ya el surrealismo pop que en tiempos precedentes practicó el artista. Mujeres de aspecto ye yé manejando tecnologías antigravitatorias, niños que alegremente enredan con botones nucleares, científicos ¿locos? realizando inquietantes experimentos con voluntarios sonrientes, todo ello en un estilo retrofuturista que, en ocasiones, roza con la técnica hiperrealista. Estructuras atómicas omnipresentes, televisores vintage, cintas magnéticas, interruptores luminosos por doquier, tal vez recuerdo de la arquitectura industrial y las ilustraciones petroquímicas que Dimitriadis vio por primera vez en los libros de ingeniería de su padre. En el fondo, a pesar de la vivaz elección de colores (a veces onírica), de los llamativos rayos y centellas, de la sonrisa comercial, hay un poso de inquietante amenaza (que recuerda al del dibujante satírico Miguel Brieva), una representación de una humanidad aún ingenua que no sabe que va a abrir la caja de Pandora de las distopías hipertecnificadas. La infancia de Matrix.

Aquella época fue sin lugar a dudas el pistoletazo de salida de este mundo donde el consumo capitalista se alió con los desarrollos científicos hasta traernos todos estos avances y todas estas desgracias. Lo que está claro es que ya no vemos (y ni siquiera nos tratan de hacer ver con demasiado ahínco) un futuro en technicolor donde los chismes tecnológicos nos proporcionarán una Arcadia feliz. Si una cosa se ve en la obra de Adamo Dimitriadis es esto: que el futuro ya no es lo que era.