Adamo Dimitriadis (Madrid,1967)
La pintura le seduce desde niño, pero sería la visita a una exposición de René Magritte, ya en la veintena, la que determine su vocación. Acababa de finalizar sus estudios de Diseño. Aquellos fueron unos inicios cercanos al lowbrow o surrealismo pop. Las musas le habían acariciado antes sin todavía coger el pincel. Las visitas al Museo del Prado con su padre, un ingeniero griego, se sucedían un fin de semana sí y otro también. Entonces descubre el gusto por lo figurativo y la investigación del color en artistas como José de Ribera, Diego Velázquez, Francisco de Goya o el Bosco. Luego surgiría su interés por diferentes estilos pictóricos: prerrafaelismo, simbolismo, surrealismo, constructivismo, futurismo, arte pop o el precisionismo.
A partir de 2014 evoluciona hacia un realismo científico. Ciencia y moralidad son dos conceptos indisociables en su obra. El progreso auscultado desde la lupa de la ética. Aquel futuro perfecto siempre ensombrecido por la amenaza, los avances científicos desviados hacia fines ajenos al beneficio humano. De aquí bebe su génesis, inspirada en El futuro que nunca llegó, el retrofuturismo y la fascinación por la ciencia en las décadas de los cincuenta y sesenta, un atractivo universo de perspectivas truncadas que mezcla con personal elegancia en una paleta conceptual de la que sobresalen la ciencia ficción clásica, la arquitectura brutalista y la fotografía industrial, como paradigmas de la modernidad.
Adamo Dimitriadis recrea el lado oscuro del progreso científico con la percepción irreal de un sueño en tecnicolor. Sus óleos irradian una felicidad tensa, como si pasar de la alegría a la catástrofe fuera cuestión de tiempo. Narran un desencanto dulce en un futuro pasado, un mensaje que rocía con ironía para dar entrada a su denuncia del mal uso del progreso científico, que tantos ejemplos ha trasladado al presente.
“Los niños ya no quieren ser astronautas y científicos, sino futbolistas”, resume en una evocación. Recuerda de aquella su más temprana edad la arquitectura industrial y las ilustraciones de petroquímicas que curioseaba en los libros de ingeniería de su padre. El átomo, un símbolo constante en su obra, le despertó en esos años una curiosidad todavía no resuelta, fruto quizá de la quinta esencia del concepto: su misteriosa indefinición.
El pintor madrileño combina en sus lienzos amor y electrones, niños y centrales nucleares, juguetes atómicos, ordenadores de las dimensiones de un salón, cámaras espaciales, paisajes industriales y mucha ciencia, también mucha ciencia ficción. Una banda sonora dirigida por el Outer Space Exótica de los cincuenta y sesenta y la música industrial de los primeros ochenta.