Florian Bolk

LAS VOCES DEL CONTRALUZ
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
Madrid, mayo de 2017

Era, en particular, una especie de bruma —una bruma o espolvoreado de gris luminoso en el aire frío— lo que daba a las imágenes de Madrid su cualidad inconfundible. Y nunca supe si esto lo había visto alguna vez de verdad o si fueron las propias fotografías las que habían puesto a disposición de la memoria, dada su tendencia apócrifa, una auténtica invención, junto a la presunción, además, de que algo anterior a las imágenes —la realidad— ya había desaparecido, algo que nunca estuve lo que se dice seguro de haber conocido alguna vez.

Así que no sé qué fue antes, si la gasa de niebla al contraluz de las mañanas madrileñas de sol y frío, o la contemplación de su huella impresa en un cendal de grises, en un hacha de claridad que las calles estrechas del centro de la ciudad dejaban descender malamente hasta el suelo entre altos acantilados de portales, traseras de garajes y balcones cerrados hacía mucho tiempo.

Y todavía fue mucho después cuando supe que muchas de esas fotos, no habían sido resultado más o menos aleatorio (aunque también) del trabajo de fotógrafos de periódico, o publicitarios, sino que tenían autor, y que a esos autores no se les había escapado la cortina aquella o el filtro que el aire de Madrid ponía en las mañanas soleadas de invierno entre nosotros y la realidad del mundo; al contrario, era justamente eso lo que habían querido y logrado atrapar con sus cámaras. Y así fue inventado, por decirlo de algún modo, un particular Madrid que era y no era el real, más verdadero que el real muchas veces, más real que el real, porque, como decían los escolásticos, individuum est ineffabile, es decir, porque lo real, la concreta y única e inmediata entidad de lo real, se hace inaprensible a nuestras palabras y a nuestras imágenes, cuyo éxito consiste en fabricar representaciones, o sea, sustitutos de esa verdad individual y huidiza de la vida.

De manera que Madrid, como el París de Brassaï o de Doisneau, como la Barcelona de Colom o Masats, el Nueva York de Stieglitz o de Weegee y de tantos otros, tiene una entidad imaginaria que nos consuela de aquella inefabilidad o invisibilidad que hace inatacable a lo real verdadero, y que, además, no es una, sino muchas, tantas como miradas. Como si la última verdad de sus respectivas realidades, no fuera, en efecto, aprehensible sino que estuviera más bien determinada por una especie de partición originaria, del tipo de la expuesta por Jean-Luc Nancy en sus libros La partición de las voces o La partición de las artes.

Para mí, desde luego, esa entidad imaginaria o imaginística de Madrid es inseparable del contraluz soleado de su bruma de invierno. Pero esa tela de luz puede ser vista, dicha, de muchas maneras. Es la que adensa levemente el aire del Retiro mientras dura el paseo de Pío Baroja entre las largas sombras de la mañana pura, en las fotos de Alfonso. El que atempera la cascada de luz que se derrama sobre la Gran Vía en las fotos que Català-Roca hizo para acompañar al texto de Juan Antonio Cabezas en una Guía de Madrid de 1954 (que junto a sus fotos de Barcelona vimos en la estupenda exposición del Museo Reina Sofía hace unos años). El que captó Cas Oorthuys por las mismas fechas y en los mismos lugares, la Gran Vía, el Rastro, la Ciudad Universitaria, con la misma cámara (Rolleiflex) para uno de los libros sobre ciudades de Contact, en un mayo madrileño de frescas mañanas, según vimos en 2006 en la Fundación Carlos de Amberes. Y el último episodio, la última partición de las voces del contraluz de Madrid, es el que veo en las fotos que hizo mientras residió aquí en la primera mitad de los años noventa — disfrazado de fotógrafo de los cincuenta— el fotógrafo alemán Florian Bolk.

Berlinés de 1967, Florian Bolk tomó, como se decía en las viejas asociaciones fotográficas, imágenes del aire de Madrid —todas en blanco y negro, como sus predecesores en el tañido de esta cuerda— mientras una luz arropada de polvo y bruma descendía por el hueco de las callejas que cruzan la Gran Vía, encajonada entre los farallones de los edificios. Apenas si consigue tocar el suelo algunas veces, esa luz. Otras, la anchura de la Ciudad Universitaria deja que la suave ceniza se expanda en el espacio luminoso. Otras, viejas tiendas y nuevos centros comerciales recogen entre sus cristaleras la caída de esa pulverizada niebla que hace de criba del sol.

Pero Florian Bolk no siempre ha tocado la melodía de sus fotos en este teclado, no es este su único disfraz, la única partición de su arte; de hecho, sus estupendas fotos de Berlín —“Where is Bolk?”, expuestas en 2007: esclarecedor título, por cierto, para las obras de quien se plantea su identidad de artista y su difícil unicidad— consistían en imágenes en color de una derrochadora brillantez, espectaculares y coloristas; y las anteriores —“Berlín, 1999”— aún retenían la estela de una capital demediada, que comenzaba a levantar su nuevo perfil conciliado a través de espacios vacíos, retratos y efigies ya abandonados, rastros de ceremonias… Las ciudades, pues, como los rostros, como las cosas, son cantadas por una partición de voces que de continuo nos hurta una verdad única, una realidad privilegiada entre las otras, una identidad. Pero, además, sólo con detenernos ante las fotos madrileñas de Florian Bolk y pensar en los ecos que despiertan de otros fotógrafos que pasaron por los mismos lugares, veremos que ni siquiera la suya sobre Madrid es —solamente— una mirada entre las otras, de los otros, sino una entre las suyas mismas, una entre muchas, partida de principio, en la inasibilidad de su condición personal, y en la de la realidad que se escapa.

BERLINER LUFT
Erika Babatz

Florian Bolk pertenece a una generación berlinesa que nació antes de ver renacer su ciudad. Fue isleño en una ínsula urbana, premiada con el dudoso mérito de ser el último despojo que se disputaban las potencias ganadoras de una guerra, rodeada por un muro que pretendió asfixiarla y que de hecho la transformó en un una utopía del consumo en medio de un mundo de virtud socialista.

Los berlineses del occidente miraron su ciudad entera como propia, al igual que los del oriente; en eso coincidieron siempre. Berlín fue una ciudad destruida, un lugar mutilado, un camino interrumpido, y la parte simbólica del botín. Después de las pesadillas, de la paranoia, cayó la muralla sin que nadie lo previera hasta que sucedió. La ciudad resulto ser un Fénix. Los escombros no parieron lo mismo sino lo diferente, y de las heridas de la guerra antigua nacieron nuevos espacios a medio camino entre la novedad y el recuerdo.

Florian Bolk quiere ser un testigo de la transformación pero no solo. No desea fijar la imagen de ninguna bandera coronando el Reichstag como hizo Jewgeni Chaldej en 1945. El pasado no regresa, ni siquiera en la nostalgia. Los espacios físicos tridimensionales previos permanecen inevitablemente, los objetos que los ocupan cambian y transforman las relaciones visuales entre los ciudadanos y la urbe. Los nombres de las calles pueden ser los mismos, los volúmenes de los edificios desarrollan ópticas nuevas.

Testigo y parte. Berlinés radical para poder ser ciudadano de cualquier lugar, se inmiscuye en sus propias imágenes para dimensionarse en la inmensidad mutante. Bolk absorbe así su ciudad que a su vez lo devora; desea ser su panóptico sin perder su detalle, asistir a su renovación y a su reinvención. Ser dios y hormiga. Quien concibe la imagen y a la vez su protagonista. La cuidad convertida en marco de su autorretrato. No puede fotografiar Berlín si no forma parte de ella. Ocupa casi erótica y clandestinamente su espacio y desafía al observador en un juego de búsquedas para que identifique la ciudad y lo encuentre en ella. Se buscan cómplices.

No recorre en mismo itinerario de muchos de sus compañeros de generación que han fotografiado obsesivamente Berlín como si fuera un jardín de nuevas metrópolis en desarrollo a medio camino siempre entre la utopía y la distopía. No necesita hacer de la fotografía una fábrica de mapas a escala uno-uno, desmesurar la imagen, agrandarla hasta insinuar al observador que la toma coincide con el original. Opta por una escala analógica, sin truco, una mezcla entre construcción y aire donde se percibe sin embargo la inmensidad de Berlín, su desmesura, la cacería de espacios que los arquitectos convierten en cadáveres de cristal.

El cristal forma parte del imaginario de Berlín desde hace dos siglos, la ha transformado en una ciudad transparente que se oculta en el aire, en la multitud y en los espacios. Bolk fija su insolencia, a la vez detiene el tiempo en cortes sincrónicos de un proceso que parece no tener fin. Testigo y parte.

Quien se asome a los balcones de sus imágenes percibirá el aroma de ese aire berlinés, creerá escuchar la vieja canción (…)das ist die Berliner Luft Luft Luft,
 so mit ihrem holden Duft Duft Duft, wo nur selten was verpufft pufft pufft, 
in dem Duft Duft Duft
 dieser Luft Luft Luft (…), revivirá los aires de la opereta de Paul Lincke, el desenfado de la tramoya, y el sentido de la fugacidad dentro de un lugar donde todo se puede convertir en experimento. Así Berlín seguirá siendo idéntica solo a su eterna locura.