Pedro Monjardín

En el corazón del bosque

Como en trabajos anteriores, esta nueva serie de fotografías de Pedro Monjardín aparece envuelta en un halo de misterio que atrapa la mirada del espectador desde el primer instante en que esta se posa sobre ellas, es entonces cuando una exuberancia vegetal exquisitamente medida nos traslada a un itinerario – paseo o viaje, tanto da – en el que no sabemos a ciencia cierta si se trata de subir una colina o bajar una montaña, ambas opciones resultan a la par igual de emocionantes, interesantes y posibles y en cualquier caso lo relevante no es discernirlo sino dar con el secreto escondido y si fuera posible desvelarlo. En medio de toda la incertidumbre de la escena, endulzando la encrucijada, una certeza, la belleza de una luz cenital que atraviesa, hojas, ramas y flores creando una celosía imposible fuera de ese instante y lugar, de forma simultánea, casi automática caemos en la cuenta de que el tiempo y la luz, esa pareja tan secular como Adán y Eva todavía en el paraíso, son los auténticos protagonistas de esta historia en la que no obstante el espectador puede introducir otros, incluso puede ser él mismo el paseante de este jardín infinito el que sueñe con una princesa dormida dentro de una urna de cristal, queda para cada cual elegir el personaje que más se ajuste a su condición, estas fotografías son solo – nada más y nada menos – el talismán capaz de descubrir que todos tenemos algo de bella durmiente o de príncipe valiente, ejercer de una u otro solo depende de nosotros.

UNA VIDA SECRETA

ABCD 20 de junio de 2009

¿Se mueven las estatuas cuando no las miramos? Pregunta clásica que ha sido usada en miles de historias, desde la comedia hasta el terror, pero que todavía puede dar frutos muy apreciables. Como es el caso de esta exposición de fotografías del madrileño Pedro Monjardín, que ha metido su cámara en el antiguo Hotel Biron (y actual Museo Rodin) parisino durante las horas de cierre para “espiar” la vida de las estatuas sin visitantes que las interrumpan en sus quehaceres. La preferencia que Monjardín muestra por los pequeños detalles nos revela que la obra de Rodin no es la protagonista de la exposición, sino mera excusa, y hace aún más apropiado el título de la exposición, más aún al ser El beso la obra más (entre)vista. Como ya hemos dicho, el que Rodin sea el autor de las esculturas no debe de contar como un punto ni a favor ni en contra de la muestra, ya que sólo es una forma de iniciar el juego, pero es cierto que Monjardín aprovecha bien la rotundidad de sus formas para hacerse con los claroscuros y los juegos de sombras para aumentar en primeros planos la sugerencia de la vida secreta de las estatuas.

LA MIRADA IMPENITENTE O SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARIS
Lola Crespo

De un tiempo a esta parte y coincidiendo con el debate a cerca de su identidad, los museos se han convertido en objeto de reflexión e incluso en fuente de inspiración para los artistas contemporáneos. Desde aquellos cuadros del Louvre de Miquel Barceló y las fotografías de Candida Hoffer –por citar sólo dos nombres emblemáticos– hasta la más reciente Colección Permanente de José Ferrero –en esta misma galería– y los últimos trabajos de J.M. Ballester, el interés de los artistas y en especial de los fotógrafos por la vida secreta de los museos no ha dejado de crecer. También la serie realizada por Pedro Monjardín en el antiguo Hotel Biron aborda el misterio de lo que ocurre en la soledad y el silencio de las salas vacías de espectadores, ese tiempo muerto en el que las obras campan a sus anchas mostrando su cara oculta, viviendo su otra vida.
El escenario elegido por el fotógrafo es clave en el concepto de la exposición, más si cabe en este caso, porque el carismático edificio del siglo XVIII, clavado en el corazón de París y cercado por su mítico parque –por él pasearon R.M. Rilke e Isadora Duncan, entre otros–, antes que museo fue taller y residencia de Auguste Rodin, y desde 1919 alberga su obra.

Monjardín, hábil cazador de emociones, de impenitente mirada y gran amante de la escultura, sorprende con su cámara a los huéspedes del Hotel Biron mientras disfrutan de su intimidad de puertas adentro y nos los presenta como una peculiar familia ajena a su destino de ser observados para siempre. Más atento al temblor que a la línea, a la vibración que al volumen, las esculturas más que fotografiadas parecen sopladas, rescatadas del limbo en el que viven, devueltas a la vida mortal. La cámara se introduce en la piedra y le infunde latido. Todo el conjunto destila una gran sinceridad, y sin duda la disección de Le Baiser es el centro de la exposición alrededor de la que giran el resto de personajes de una historia que Monjardín no nos cuenta pero que el espectador puede construir ensamblando las piezas del rompecabezas, montando las fotografías como si de una película se tratara.
No hace falta decir –pero conviene decirlo por si acaso– que como en casi todos los ejercicios de estilo aquí las esculturas son sólo un pretexto, quizá una coartada, para que el espectador entre en el juego que el fotógrafo ha urdido para él. Hasta tal punto es así, que a Josep Pla, al que la obra de Rodin no entusiasmaba mucho –opinaba de él que “era hábil en su oficio como los grandes couturiers contemporáneos”–, esta exposición le habría gustado.