NON FINITO
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
Era un término común en academias y talleres antiguos, se refería a un recurso de los artistas, pero también a un rasgo estilístico. Con el tiempo, sin embargo, está segunda acepción acabó por ganar mucho más peso en perjuicio de la primera y la palabra pasó a designar, casi exclusivamente, un estilema, un truco aprendido, en definitiva una corrupción de lo que alguna vez tuvo un sentido más hondo, un concetto, hubieran dicho en esas mismas escuelas. El siglo XIX, por ejemplo, está lleno de pinturas en las que los pintores han dado rienda suelta a la coquetería de dejar inacabado el cuadro, con unas pocas pinceladas como al desgaire que apenas cubren el fondo, por poner un caso, de algún retrato. La imprimatura se deja ver por aquí o por allá y la ilusión de reproducir la realidad, por esas zonas, se viene de pronto abajo.
Pero la cosa viene de mucho más lejos. Un modelo de Non finito en el que el sentido del inacabamiento está aún intacto, sería la célebre Pietà Rondanini, del Palazzo Sforzesco; el mármol, la roca, permanece sin desbastar en gran parte de su volumen; sigue siendo materia, en el más profundo sentido de la palabra, pendiente de que el espíritu le confiera su hálito para que los cuerpos surjan de ella en su dimensión íntegra de carne plena, de forma encarnada. Una de las supremas ironías que Velázquez nos ofrece se encuentra en el famoso retrato del escultor Martínez Montañés, quien en ese momento pone manos a la obra de otro retrato, esta vez una escultura, pero que Velázquez convierte en un rostro muy tenuemente abocetado según las maneras del dibujo.
En fin, los ejemplos históricos son innumerables. El arte contemporáneo ha desdibujado las dos cosas, el sentido y también la coquetería codificada de lo inacabado; en gran parte porque el grado de acabado —de perfección— de una obra es algo muy lejano. Esto no quiere decir que no existan artistas actuales que, como haciendo guiños, nos recuerden esta práctica. En los escritos de Ramón Gaya, sin ir más lejos, hay una referencia —que como suya sólo puede ser, por tanto, contemporánea, actual— al significado de ese acento que el pintor (creo que hablaba de Tiziano, pero podrían ser otros) ha puesto en un aspecto, en un ápice, en un fragmento de la realidad, dejando más o menos abandonado el resto. Y en muchas de sus obras, Antonio López ha hecho eso mismo, abandonar, complacerse en abandonar una gran extensión de lienzo mientras algún objeto, alguna cosa, ha atraído por completo su atención. Recuerdo unas pinturas de la Gran Vía en las que esto se hacía muy patente, fuera de que el pintor suela gustar de enredarnos con su propio y coqueto juego de lo acabado y lo no acabado.
Pues bien, Rafael Caballero ha aprendido mucho de Antonio López, también esta manera. Esto que siempre se encuentra en un tris de convertirse en manera, en adorno. En las pinturas de esta exposición ha sabido salir muy airoso del peligro. El foco de su atención ha quedado prendido muchas veces de cosas, de objetos, de trozos de realidad, una ventana, el marco de una puerta, una tapia. Pero en realidad la exactitud de su pintura ha sido volcada más bien sobre cosas que casi no lo son, ingrávidas, leves, como la luz y la sombra duramente cortadas de la Calle de Jesús a una hora cenital o la puerta de chapa de El corral. O la ventana con persiana verde de la Calle de Elisa. Todo lo demás, todo lo que no son estos concretos objetos, ha sido dejado a su más esquemática condición de geometrías, de volúmenes abstractos apenas identificados, como quien los deja a una intemperie. Hay horizontes, cerros, árboles de copas geométricas cuya pureza neutra, cuya falta de insistencia, me recuerdan al Luis Fernández de las palomas, las calaveras y las playas.
“¿Por qué no lo acabas?”, le han dicho muchas veces a Rafael Caballero. Él suele decir que no puede hacerlo, o que no sabría hacerlo. La aldea de su familia soriana, Castillejo de Robledo, ha sido en estas pinturas tomado por una especie de Winesburg, Ohio, el pueblo del clásico de Sherwood Anderson, pero sólo a beneficio de inventario. Aquí no hay gente, no hay historias (aunque el pintor las conozca a las dos, las recuerde para sus adentros) y la pintura sólo se ha detenido en esos ciertos acentos de lo real que son capaces de hacernos ver, sin verlo, lo real completo, la médula viva de la realidad. Para eso, parece haber adoptado una actitud que está más cerca de Melville que de Anderson. Lo digo por su Bartleby. Sí, el pintor reticente de estas pinturas se me presenta como una especie de Bartleby, que dijera al que pregunta: “I would prefer not to”.
La aventura de la pintura
Lola Crespo
Madrid, marzo 2016
“Si pudiera decirlo con palabras no habría ninguna razón para pintarlo”
Edward Hopper
En la época del auge de los “no lugares” elevados a categoría de paradigma del hombre de hoy por el arte contemporáneo, Rafael Caballero reivindica a través de sus paisajes la identidad, el derecho a ser y pertenecer a un espacio único que en cierta forma le define y le aleja de estereotipos más menos impuestos o aceptados por el omnipresente pensamiento único. Y es que de un tiempo a esta parte, para ser más exactos desde que se decretara la muerte de la pintura, ser pintor se ha convertido en una suerte de declaración de principios, ya lo decía en su día el recordado Dámaso Santos Amestoy con su particular sentido del humor “artista puede ser cualquiera, pintor ya es otra cosa”, ironías aparte tal vez el crítico se refería a que la pintura, al igual que su hermana la poesía, es una cumbre de difícil acceso reservada solo a aquellos capaces de abordarla desde la más sincera convicción y determinación. Pinto luego existo o dicho de otra forma, se pinta como se es, en cualquiera de los casos al pintor le va la vida en ello y solo aquel que lo sabe y lo acepta será capaz de construir su obra. El que fuera maestro de Chema Peralta y Alberto Pina, y de otros muchos, el ya desaparecido pintor Francisco Cortijo, solía advertirles que era más difícil aprender a ser pintor que aprender a pintar, transcurrido tiempo suficiente parece que ambos comprendieron la lección y hoy son dos pintores reconocidos con la obra en marcha. En pocas disciplinas resulta tan esencial la figura del maestro como en la pintura, la historia está repleta de ejemplos que lo atestiguan.
El largo preámbulo viene a cuento porque en 45 km, la primera individual de Rafael Caballero en Utopia Parkway vemos a un constructor de paisajes que ha emprendido la aventura vital de pintar. Atmosféricos, casi acuosos, estos cuadros invitan al espectador a un viaje misterioso por un territorio infinito, el de nuestra imaginación.
Paisajes
Carlos Madrigal
La contemplación de los paisajes de Rafael Caballero Almendáriz nos obligan a aceptar las claves poéticas de su estética pictórica.
La referencia a lugares concretos queda sublimada mediante el uso abstracto de los colores y de la materia pictórica, de tal forma que la realidad es sólo expresión del sentimiento.
Estos cuadros te transportan a una suerte de lirismo metafísico; la mirada se sitúa a una distancia espiritual similar a la sentida ante algunos cuadros expresionistas abstractos de Mark Rothko.
Es esencial para tener esta mirada de Pintor la bondad y limpieza interior y también la ausencia de vanidad, virtudes que, por su rareza, me emocionan al denotarlas y son signos distintivos del artista creador.