Sigfrido Martín Begué, 1989. Fotografía de Alberto García-Alix
NOTAS PARA UN SIGFRIDO
JUAN MANUEL BONET
Un homenaje coral al gran Sigfrido Martín Begué, ¡quince años! después de su desaparición a los cincuenta…
Pese a lo corta que fue su vida, ¡cuánto hizo, y cuánto bueno! Verdad es que empezó muy temprano, pues su primera individual fue en 1976, en la Escuela de Arquitectura, y tenía 17 años.
Arquitecto-pintor, pintor-arquitecto. Algunos casos, en nuestro siglo pasado, por ejemplo Joaquín Vaquero padre, o Juan Navarro Baldeweg. Más frecuente, sin embargo, el pintor que inició estudios de arquitectura y los dejó (caso paradigmático: Guillermo Pérez Villalta, uno de los grandes amigos de Sigfrido), o el pintor titulado en arquitectura, pero que no ejerció. En su caso, sí hay un trabajo como arquitecto, en sordina, pero sostenido, desde mediados de los ochenta, en que abre estudio con Pedro Feduchi, Luis Moreno y Álvaro Soto. Entre otras exposiciones, en 1985 y 1986 montan las dos sucesivas de Quico Rivas sobre la Movida. Y hay una producción de muebles para B.D. Y en 1984 un prólogo de Rafael Moneo en el catálogo de su individual romana, en la Galleria AAM.
En 1979 es seleccionado para nuestra Academia de Roma, ciudad que le marcó como a pocos de los becarios. Sus dos lecturas de cabecera eran entonces el Viaje a Italia de Goethe, al que detestaba, y el de Stendhal. El Tempietto de Bramante comparece en su obra, por ejemplo en Máquina de Trucolor (1988).
Profesor en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca, donde coexistió con artistas muy distintos a él, pues estamos hablando de un centro que se ha inclinado más por el conceptual y la experimentación.
Sigfrido, mirándose siempre en el retrovisor del pasado. De los maestros de antaño, de Patinir y otros flamencos y los italianos a Ingres, pasando por El Greco y su Vista de Toledo, por Velázquez y sus Meninas y sus Hilanderas, o por Zurbarán y sus santas, o por Arcimboldo (Aritboldo, 1989), a pequeños maestros simbolistas, y a héroes de las viejas vanguardias, de cuyas obras la suya está llena de ecos: futuristas como Balla, Russolo el de los Intonarumori, o “Don Fortunato Depero” (por decirlo con sus propias palabras) y su colaboración con la Casa Campari, Picabia, Marcel Duchamp (una auténtica obsesión: a propósito de su propia pintura, Sigfrido habla de “ready mades pintados”), Le Corbusier (suyo fue el comisariado y montaje de la muestra que en 1987 le dedicó el Reina Sofía, y suyo el montaje, en 1996, y en el mismo museo, de la de Schlemmer), Malevich (al que representaría sobre fondo moscovita con mausoleo de Lenin incluido), Max Bill, Giorgio de Chirico y sus Valori Plastici, Morandi, el bailarín-pintor Vicente Escudero…
Incluir a De Chirico o Morandi en una lista de las viejas vanguardias, obedece por mi parte a la lógica de la época, y si el primero se convirtió luego en un pasatista militante, no siempre lo fue, y en el caso de Morandi, estamos hablando de una obra concentrada y silenciosa, que arranca del lado del futurismo y la metafísica, para luego abolir cualquier contexto. Obra que Sigfrido mezcla, en juego arriesgado como muchos de los suyos, con el universo también italiano de Pinocho. En el caso de De Chirico, fantástica su Máquina metafísica (1989), con el Castello Rosso ferrarés al fondo.
Como a su amigo Pérez Villalta, sobre cuyos pasos caminó a menudo, le fascinaba lo neomoderno. De ese estilo es la cubierta, geometrizante, casi suiza o escandinava, del catálogo de su individual de 1986 en Oliva Mara.
A propósito de simbolismo, me acuerdo de que Sigfrido era gran admirador de Julio Romero de Torres, cuyo Poema de Córdoba he leído siempre, por mi parte, como una suerte de Córdoba la muerta, en clave Georges Rodenbach. También admiraba, lo mismo que Dis Berlin, a Nikolai Roerich, el enigmático pintor ruso del Himalaya. Y a Magritte, cuyos cuadros de crepúsculos bruseleses suponen una continuación del simbolismo de su tierra, por otros medios.
Por ese mismo lado, no podía no fijarse en Böcklin, en cuya Isla de los Muertos está inspirado La isla de las pinturas (2002). Al pintar ese cuadro, se inscribe conscientemente en una estela en la que le precedieron De Chirico (no en vano formado en Múnich), Dalí, Fabrizio Clerici, Antoni Taulé….
En Hergé hay alguna perspectiva metafísica: soportales latinoamericanos en La oreja rota, y ajedreces oníricos en un sueño del capitán Hadock camino del Himalaya en Tintín en el Tibet. Sigfrido fue de los primeros pintores españoles en acercarse al universo línea clara de Hergé, en un cuadro donde aparecen guiños duchampianos y magrittianos. Y le fascinaban La Castafiore, y el lado giróvago del profesor Tornasol. Y le encantaba, como a Pelayo Ortega, el perrito de Xaudaró, y los perros constituyeron para él una obsesión, como para Juana de Aizpuru, que fue una de sus galeristas.
Más simbolismo: su fascinación por el tránsito de Kandinsky a Scriabin, al que Cirlot emparejaba mentalmente con Rothko.
Su trabajo para el teatro fue importante, y curiosamente lo acercó a otro pintor letraherido, de otra generación, bien distinto de él en todo, como fue Eduardo Arroyo, con el que en 1982 colaboró para La vida es sueño, de Calderón, dirigida por José Luis Gómez en el Teatro Español. Otros trabajos en ese campo los hizo en Florencia. Siempre Italia.
Me gusta haber comprado para el Reina, en Juana de Aizpuru, Art-cidente (2002), la versión sigfridiana de Accidente, de Ponce de León (una de las grandes obras de la colección del museo), con la figura convertida en Pinocho, nuevamente, y el coche convertido en Rolls Royce: puro Sigfrido, esa factura suya impecable a propósito de la cual ha dicho cosas atinadas Ricard Mas.
Incursión en el mundo de la joyería, de la mano de Chus Burés. Y en el del cine, de la de Pedor Almodóvar, aparte de una cultura cinéfila que abarcaba desde Georges Méliès o Segundo de Chomón hasta Jacques Tati y más allá, pasando por un Walt Disney compartido con Gordillo, y por Marcel Carné, y por Pandora y el holandés errante, de Albert Lewin, que a mí me descubrió Dis Berlin. Y en el de las Fallas, de la de Manolo Martín, a cuyo saber hacer se deben diversas realizaciones artísticas valencianas, y en Madrid el facsímil del tótem de Alberto de 1937, que desde 2001 preside la fachada Sabatini del Reina Sofía. Le faltó el circo, que siempre contempló como tema pendiente, respecto del cual sabía muy bien lo importante que había sido para una serie de pintores, y para Calder, así como para Ramón Gómez de la Serna. Si este último había participado como Gaspar en la Cabalgata de Reyes Magos madrileña de 1935, el pintor diseñó una de sus carrozas en 2000.
Me gusta que a Sigfrido lo cite mi padre con admiración en su libro póstumo Santo y seña de Guillermo Pérez Villalta, editado en la Cuenca de 2021 por Menú, y que ahora va a salir en Cátedra. Libro durante cuya preparación Guillermo descubre de la mano del senior al excéntrico Emilio Terry.
Me entusiasman los libros de conversaciones con artistas (el Picasso de Brassaï, el Giacometti de James Lord), y me gusta mucho Historias de autómatas (Conversaciones con Sigfrido Martín Begué) (2016), de José Luis Corazón Arduro, indispensable para adentrarse en el universo de Sigfrido, al que uno cree estar escuchando mientras lee esas páginas. Casi al final, esta joya conceptual: “Las joyas de la Castafiore es como el nouveau roman, donde nunca pasa nada”. (Uno ha dicho cosas parecidas de ese álbum, pero peor dichas).
Siempre pensando en nuestras viejas vanguardias, de repente un cuadro de Sigfrido como Bodegón al huevo (1986), lo podríamos poner al lado de ciertas visiones vallecanas de posguerra, muy metafísicas, de Luis Castellanos. En el libro de conversaciones, no lo cita, pero allá va esta otra joyita: “A mí me encantan Palencia, Caneja, pero el mejor es Ortega Muñoz. La pintura metafísica española es eso, el mundo de De Chirico, completamente”.
Y esta otra, en una divagación sobre Ferrara: “La historia de la metafísica es la sombra al caer la tarde”.
Autómatas, máquinas. El ingenio de Juanelo Turriano. Bibendum, tema agotado expositivamente por Carlos Pérez. Ya en 1990, Francisco Jarauta titulaba “Máquinas alegóricas” su prólogo a la individual del pintor en Mar Estrada. En el libro en cuestión, se revela como un erudito, casi en plan Mario Praz. Con sus manías, claro, aquello de “el gran memo de Breton, al que ya sabes que le tengo mucha tirria, aunque tonto no era”. En fin… Y un palo luego a Marcelin Pleynet. Libertad de cultos, en cualquier caso, y luego descubro que también admiraba a Satie o a Messiaen.
Lo último que he visto de Sigfrido es su mural zamorano. No recordaba, lo confieso, su existencia. Tenía que dar una conferencia sobre nuestros artistas de vanguardia en su relación con el teatro, y me habían citado en el Principal. No conocía su interior. Al entrar distinguí al vuelo unos murales. La sala estaba llena, y sumida en la oscuridad. No veía a los oyentes. La acústica era espléndida. Había una especial magia en la atmósfera. Pocas veces he hablado tan a gusto. A la salida al hall, nos esperaba un cóctel. Alzando la mirada hacia los murales, me quedé admirado por su belleza, y por lo bien que funcionaban en el espacio donde estaban realizados. Pregunté de quién eran. Me dijeron que pensaban que de Pérez Villalta. Enseguida me di cuenta de que no, de que eran, sin duda alguna, de Sigfrido. La obra es temprana (1987), pero ya están presentes los principales rasgos de su estilo.
Por ese mismo lado, debe ser impresionante, en directo, su Alegoría de las Facultades (1999) en la Sala Andrés Bello de la UNED.
Me gusta mucho que Lola Crespo acoja esta exposición de homenaje a Sigfrido, en la que le rinden tributo Juan Cuéllar, Adamo Dimitriadis, Concha Gómez-Acebo, Angie Gray, Chema Peralta, Alberto Pina, Óscar Santasusagna e Iker Serrano, como me gustó mucho también que el neometafísico Paco de la Torre (otro fan de los intonarumori) lo incluyera, en 2011, en su muy interesante tesis doctoral Figuración postconceptual.
UT PICTURA SIGFRIDO
Beatriz Lamas Begué
Me enfrento a la escritura de este texto desde la mezcla de muchos sentimientos e ideas que se agolpan en mi alma y cerebro. Lo primero que viene a mi cabeza no es su evidente genialidad artística, sino todos esos recuerdos que, de forma verborreica, al igual que su habla, quieren salir todos de una vez impulsados por el redescubrimiento de su persona.
En casa siempre existieron obras suyas, desde sus primeros comienzos, con lo cual puedo decir que, desde que tengo uso de razón he podido disfrutar de su obra, me he criado con ella, con él, creciendo a la par que maravillosamente evolucionaba su arte.
Rememoro ahora la primera exposición a la que me llevaron mis padres siendo una niña muy muy pequeña, fue en la galería de su madre, mi querida tía Maruja, la Galería Torres-Begué. Yo observaba obras muy bonitas entre carrera y carrera que hacía por sus espacios, pero una me hizo parar, me llamó la atención ese hombre que parecía sostener una varita mágica y lanzaba un hechizo a un edificio, pasados los años descubrí que la obra se llamaba Herodes acabando con la simetría, hoy en día me sigue hechizando, diría que aún más.
El tiempo transcurría y su obra se engrandecía, a medida que iba asistiendo a sus nuevas exposiciones que cada vez me maravillaban más. Me parecía increíble que mi primo, ese con el disfrutaba días de playa en Benidorm, entre las terrazas del club naútico y los paseos en Pterpsicore, el barco de los tíos, fuese capaz de ejecutar todos esos prodigios.
Llegada la adolescencia, antes de entrar en la universidad, como estudiaba cerca de su casa, de vez en cuando hacía “pellas” yendo a visitar su estudio e impregnarme de él. Nunca le pude observar pintando, era muy celoso del proceso. Yo siempre le preguntaba cómo conseguía ese acabado tan brillante que hacía que ni siquiera pareciese pintura, me tenía toda intrigada esa pátina de sus cuadros. Él me echaba una de sus miradas de pillo y con una sonrisa de medio lado no abría la boca. Fue la época de su discurso particular sobre los sentidos, de la sinestesia, utilizando esas esplendorosas Santa Lucía, Santa Casilda, Santa Cecilia, o las mitológicas Io y la Arpía. Aquella en la que me sorprendió, una vez más, haciendo la escenografía y el vestuario del Ballet Coppélia. Su estreno me dejó fascinada, con su exultante colorido y esos omnipresentes ojos que todo lo ven. Por aquel entonces yo desconocía que El Hombre de Arena de Hoffmann era una de sus obsesiones, así como la óptica.
En aquellos dorados años hubo una temática que para mí fue un antes y después, Las Máquinas, larvas de su devenir autómata, que supuso un abandono aunque no definitivo, de su clara influencia arquitectónica y neoclasicista. Cuando pude contemplarlas me di cuenta de que su pintura había dado un salto cualitativo y que el límite sería un glorioso infinito.
De todas esas máquinas, la que más me sorprendió y sigue siendo mi favorita es la Máquina de catástrofe, la más perfecta de las alegorías, una conjunción de elementos de creación de caos que, sin embargo, convulsionan en un bellísimo cuadro estampa de la calidez mediterránea. Ese mar que tanto adoraba como yo. En mi retina se mantienen incólumes las imágenes de esos castillos de fuego de la Olla de Altea que contemplábamos extasiados, sentados en la arena de la playa y que luego homenajeó con un preciosista cartel simbolista.
Para ser justos, no puedo dejar atrás la Máquina new age o El pintor abducido como él también la llamaba. Su temática ufológica enmarcada en un fondo naturalista sólo se le podía ocurrir a él. Ese mundo le apasionaba como a mi, nuestro lado friki. Aún recuerdo cuando íbamos al cine de verano a disfrutar de películas como Men in black, o cuando fuimos a visitar con la familia el pueblo de Guadalest y tras marcharse todos los turistas, saliendo del museo de miniaturas El maravilloso mundo de Max, de cerca pudimos avistar un luminoso y veloz objeto volador no identificado. No me olvidaré del miedo que nos entró a todos y salimos aceleradamente de allí con los coches. Más tarde, aún asombrados, nos reíamos de la bizarra situación.
Otra de sus pasiones era la ópera, género al que definitivamente me aficioné acompañándolo al Teatro Real y viendo sus bocetos para El Barbero de Sevilla. A partir de ese momento se centró, si puede ser posible, en disfrutar más pintando y plasmar en los lienzos todas sus obsesiones y gustos pictóricos, como Duchamp, El Greco, Velázquez, Malevich, el futurismo, y aquellos otros como el cine y la literatura. Disney, Tintín, Alicia en el País de las Maravillas, con el Gato Cheshire y Humpty Dumpty se hicieron más presentes.
A mi entender, el culmen de todas esas pasiones las aunó de forma excepcional en el diseño que hizo para la Falla de Na Jordana. Exudaba crítica y modernidad, siendo la principal pieza El Pinocho, su primer autómata, el pintor que se autorretrata y que también hace ver la mentira que puede existir en la pintura. Después la humanidad apenas existiría sino el automatismo, impregnado de bocinas y narices largas como magna representación de su propia realidad conceptual. Grandes obras, entre otras, como la Historia de la Vera Pintura y el Entierro de la Pintura vieron la luz.
En los últimos tiempos su pintura revelaba su propia situación personal de descreimiento y tristeza que, le vino marcada por la pérdida de amigos muy cercanos, y sus más serios problemas de salud. Casualidad trágica que por aquel entonces perdí a mi padre. Nunca olvidaré el largo abrazo que me dió llorando, era la primera vez que lo veía llorar, allí me di cuenta de su fragilidad. Su pintura tornó en fantasmagoría y fantasía, su último cuadro La suspensión pictórica en el teatro de Robert Houdin es su exponente magistral. Me impactó verlo tras levantar la tela blanca que lo cubría, en ese trágico día de su partida, paradojas de la vida, su hálito se esfumó haciendo su último truco de magia.
Tengo que reconocer que me ha costado años reconciliarme espiritualmente con él, se me hacía difícil perdonar su inesperada y absurda marcha. El dejarme huérfana de su presencia. No le encontraba sentido. Tras la muerte de los tíos, sus padres, pusimos en marcha los primos, sus herederos, el apasionado proyecto de reivindicar su figura en el mundo del arte, y ello me ha ayudado a reencontrarme con él, conociendo más recovecos de su persona y genialidad, ahondando cada día más en su obra, definitivamente en él. Sé que vamos por el buen camino, bien me lo hace sentir. Esta exposición homenaje es un extraordinario y maravilloso peldaño hacia la meta de conseguir su merecido reconocimiento, no puede ser de otra forma porque, Ut pictura Sigfrido.
GUILLERMO PÉREZ VILLALTA
Tarifa, Noviembre 2024
En la antigua casa de María Escribano y Ángel González, éste mirándome con una mirada de complicidad me dijo: —Aquí al lado hay una exposición que te interesará—. Efectivamente. Todo lo que vi no sólo me interesaba, sino que lo entendía. Allí había guiños, podríamos decir de cierta chispa intelectual para mí totalmente reconocible. Más que amigos nos hicimos cómplices. ¿Se imagina a alguien que le gusta lo que te gusta? Pues eso era la cosa.
Nos gustaba Fornasett, yo miraba con envidia sus corbatas y chalecos. Adorábamos al primer Walt Disney, incluso me regaló un CD donde aparecía un fragmento de Fantasía, el Claro de Luna que nos introdujeron en la película. También adorábamos las películas de cienciaficción antiguas, nuestra favorita era El planeta prohibido y las de monstruos y animaciones de Stop motion del fantástico Henry Harry Hansen.
Participamos en una exposición que Intimero llamaba Arquitecturas modernas. Ni que decir que amábamos la arquitectura.Yo diría cierta arquitectura que llamaría «moderna». Sigfrido era «moderno , moderno». De los que se daban cuenta de las cosas nuevas e interesantes y que no seguía la ola dominante. Tenía curiosidad, por ejemplo, por los mecanismos ópticos. Aparatos como la cámara oscura o lúcida, el rotorelief de Marcel Duchamp. Por cierto, compartíamos el interés por éste curioso personaje alejado de la imagen que los conceptuales dogmáticos tenían de él. Le hizo multitud de homenajes en su pintura. Era muy elaborada en una época en que ésta estaba en el ostracismo. Él pintaba de un modo que me recuerda al neoclasicismo de David o Ingres, pero siempre con una visión moderna. Empezaba a pintar con pinceladitas que construían la imagen y que más tarde iba perfeccionando hasta casi lo perfecto.
Como no se entendía su modo de pintar, menos se entendió su gran virtud: el ingenio. Su mente era una acelerada ebullición de ideas. Chispeante pasaba de una idea a otra con una auténtica aceleración. A veces le tenía que decir: —Sigfrido, ¡para de hablar!— Y su obra es lo mismo. Difícil de entender por la gente, en general veían cuadros bonitos y modernos pero apenas entendían su chispeante y divertido contenido, su sentido del humor era elevado. Había que pensar, cosa que la gente no hace.
Creador de escenografías y vestuarios, escaparate mirado con cierto desdén. Por ejemplo, una conocida amante del ballet me dijo que sus vestuarios, con cierta reminiscencia de Oskar Schlemmer, eran dificultosos para bailar. Hizo murales, algunos espectaculares en una facultad. Hasta hizo una Falla en Valencia. Diseñó muebles y objetos y vamos ¡hizo de todo! Su vida fue cómo su obra, intensa y acelerada, era un personaje de las noches madrileñas, popular, pero el reconocimiento se lo daba una minoría que nos dábamos cuenta de ello.
Una noche de fin de año una llamada inesperada me dejó sumido en el dolor. Uno me contó una historia, otros otra, pero fue para mí algo difícil de digerir. Aún lo es.